Las batallas se pierden o se ganan primero delante de Dios, en los lugares secretos de nuestra voluntad; nunca en el mundo exterior. Como el Espíritu Santo se apodera de mí, me siento obligado a permanecer a solas con Dios peleando la batalla delante de Él. Si no lo hago, perderé todas las veces. La batalla puede durar un minuto o un año. Eso no depende de Dios sino de mí; pero es necesario que luche a solas delante de Él, y debo atravesar con firmeza el infierno de la negación personal. Nada ni nadie tiene poder alguno sobre la persona que ha peleado la batalla delante de Dios y la ha ganado ahí.
Nunca debo decir: "Esperaré hasta que enfrente circunstancias difíciles y luego pondré a Dios a prueba". Intentar algo así no funciona. Debo resolver la situación entre Él y yo en los lugares secretos de mi alma, donde ningún extraño se entrometa. Entonces, puedo seguir adelante con la certeza de que la batalla se ha ganado. Piérdela y la calamidad, el desastre y la derrota ante el mundo serán tan seguros como las leyes de Dios. La batalla no se gana cuando primero trato de lograr la victoria en el mundo exterior. Permanece a solas con Dios y pelea hasta el final delante de Él. Resuelve el asunto ahí, de una vez por todas.
Lo que debemos hacer al tratar con otras personas, es llevarlas a que ejerzan su voluntad para decidir. Así como es que empieza el sometimiento a Dios. De vez en cuando, Él nos conduce hasta un punto decisivo, una gran encrucijada en nuestra vida. A partir de allí optamos por un estilo de vida cristiana cada vez más indolente, perezoso e inútil o nos volvemos más y más fervorosos dando lo máximo de nosotros por lo supremo de Él. Lo mejor de nosotros para su gloria.