Esa noche había unos pastores en los campos cercanos, que estaban cuidando sus rebaños de ovejas. De repente, apareció entre ellos un ángel del Señor, y el resplandor de la gloria del Señor los rodeó. Los pastores estaban aterrados, pero el ángel los tranquilizó. No tengan miedo —dijo —. Les traigo buenas noticias que darán gran alegría a toda la gente. ¡El Salvador —sí, el Mesías, el Señor —ha nacido hoy en Belén, la ciudad de David! Y lo reconocerán por la siguiente señal: encontrarán a un niño envuelto en tiras de tela, acostado en un pesebre. De pronto, se unió a ese ángel una inmensa multitud —los ejércitos celestiales —que alababan a Dios y decían: Gloria a Dios en el cielo más alto y paz en la tierra para aquellos en quienes Dios se complace. Cuando los ángeles regresaron al cielo, los pastores se dijeron unos a otros: ¡Vayamos a Belén! Veamos esto que ha sucedido y que el Señor nos anunció. Fueron de prisa a la aldea y encontraron a María y a José. Y allí estaba el niño, acostado en el pesebre. Después de verlo, los pastores contaron a todos lo que había sucedido y lo que el ángel les había dicho acerca del niño. Todos los que escucharon el relato de los pastores quedaron asombrados, pero María guardaba todas estas cosas en el corazón y pensaba en ellas con frecuencia. Los pastores regresaron a sus rebaños, glorificando y alabando a Dios por lo que habían visto y oído. Todo sucedió tal como el ángel les había dicho.