Dejemos de lado toda fraseología; estudiemos en sí misma cada idea e ilustremos la situación por medio de comparaciones y deducciones. Voy, pues, a formular nuestro sistema desde el punto de vista nuestro y desde el punto de vista de los Gentiles (Goyim).
Hay que hacer notar ante todo que los hombres dotados de malos instintos abundan más que los de buenos sentimientos. Por esta razón hay que esperar mejores resultados cuando se gobierna a los hombres por medio de la violencia y el terror, que cuando se trata de gobernarles por medio de las discusiones académicas. Todo hombre aspira al poder; cada uno quisiera convertirse en dictador; si esto fuera posible al mismo tiempo, muy poco faltaría para que no estuvieran todos prontos a sacrificar el bien de los demás, a trueque de conseguir cada uno su propio provecho.
¿Qué es, pues, lo que ha reprimido hasta ahora a esa bestia feroz que se llama hombre? ¿Qué es lo que ha podido dirigirle hasta el presente? Al iniciarse el orden social, el hombre se ha sometido a la fuerza bruta y ciega; más tarde, a la Ley, que no es más que esa misma fuerza, pero disfrazada. De donde yo saco la conclusión que, según la Ley Natural, el derecho radica en la fuerza. La Libertad Política es una idea y no un hecho. Se necesita saber aplicar esta idea cuando es necesario atraer las masas populares a un partido con el cebo de una idea, si ese partido ha resuelto aplastar al contrario que se halla en el poder.
Este problema resulta de fácil solución si el adversario se mantiene en el poder en virtud de la idea de libertad, de eso que se llama Liberalismo, y sacrifica un poco de su fuerza en obsequio de esa idea: Libertad. Y he aquí por dónde ha de llegar el triunfo de nuestra teoría: una vez que se aflojan las riendas del poder, inmediatamente son recogidas por otras manos, en virtud del instinto de conservación, porque la fuerza ciega del pueblo no puede quedar un solo día sin tener quien la dirija, y el nuevo poder no hace otra cosa sino reemplazar al anterior debilitado por el Liberalismo.
En nuestros días, el poder del oro ha reemplazado al poder de los gobiernos liberales. Hubo un tiempo en que la fe gobernaba. La idea de libertad es irrealizable, porque nadie hay que sepa usar de ella en su justa medida. Basta dejar al pueblo que por algún tiempo se gobierne a sí mismo, para que inmediatamente esta autonomía degenere en libertinaje. Surgen al punto las discusiones, que se transforman luego en luchas sociales, en las que los Estados se destruyen, quedando su grandeza reducida a cenizas.
Sea que el Estado se debilite en virtud de sus propios trastornos, sea que sus disensiones interiores lo ponen a merced de sus enemigos de fuera, desde ese momento, ya puede considerarse como irremediablemente perdido; ha caído bajo nuestro poder. El despotismo del Capital, tal como está en nuestras manos, se le presenta como una tabla de salvación y a la que, de grado o por fuerza, tiene que asirse, si no quiere naufragar.
A quien su alma noble y generosa induzca a considerar estos discursos como inmorales, yo le preguntaría: Si todo Estado tiene dos enemigos y contra el enemigo exterior le es permitido, sin tacharlo de inmoral, usar todos los ardides de guerra, como ocultarle sus planes, tanto de ataque como de defensa; sorprenderlo de noche o con fuerzas superiores, ¿por qué estos mismos ardides empleados contra un enemigo más peligroso que arruinaría el orden social y la propiedad, han de reputarse como ilícitos e inmorales? ¿Puede un espíritu equilibrado esperar dirigir con éxito las turbas por medio de prudentes exhortaciones o por la persuasión, cuando el camino queda expedito a la réplica, aun la más irracional, si se tiene en cuenta que ésta parece reducir al pueblo que todo lo entiende superficialmente?
Los hombres, sean de la plebe o no, se guían casi exclusivamente por sus pasiones, por sus supersticiones, por sus costumbres, sus tradiciones y sus teorías sentimentales; son esclavos de la división de partidos que se oponen aun a la más razonable avenencia. Toda decisión de las multitudes depende, en su mayor parte, de la casualidad, y cualquier resolución suya es superficial y adoptada con ligereza.
En su ignorancia de los secretos políticos, las multitudes toman resoluciones absurdas y la anarquía arruina a los gobiernos.
La política nada tiene que ver con la moral. El gobierno que toma por guía la moral no es político, y en consecuencia es débil. El que quiera dominar debe recurrir a la astucia y a la hipocresía. Esas grandes cualidades populares, franqueza y honradez, son vicios en política, porque derriban de sus tronos a los reyes mejor que el más poderoso enemigo. Estas virtudes deben ser atributos de los príncipes Gentiles; pero nunca debemos tomarlas por guías de nuestra política.
Nuestro objeto es apoderarse de la fuerza. La palabra Derecho es un concepto abstracto, al que nada corresponde en el orden real y con nada se justifica. Esta palabra simplemente significa: Dame esto que yo quiero, para probar que yo soy más fuerte que tú... ¿Dónde empieza y dónde acaba el derecho?
En un estado en el que el poder está mal organizado, en el que las leyes y el gobierno se han convertido en algo impersonal, como efectivamente sucede con los innumerables derechos que el Liberalismo ha creado, yo veo un nuevo derecho: el de echarme en virtud de la ley del más fuerte, sobre el orden, sobre todos los reglamentos y leyes establecidos, y trastornarlos; el de poner mano sobre la ley, el de reconstruir a mi antojo todas las instituciones y constituirme amo y señor de los que nos abandonan los derechos que su propia fuerza les había dado, y a los que han renunciado voluntariamente, liberalmente...
Gracias a la debilidad actual de todos los gobiernos, el nuestro será más duradero que cualquier otro, porque será invencible hasta el último momento, y quedará tan profundamente arraigado que no habrá astucia que pueda causar su ruina...
De todos los males más o menos transitorios que hasta hoy nos hemos visto obligados a causar, nacerá el bien de un gobierno inconmovible que restablecerá la marcha normal del mecanismo de la existencia nacional, perturbada por el Liberalismo. El éxito justifica los medios. Pongamos la atención en nuestros proyectos, pero fijándonos menos en lo bueno y lo moral que en lo necesario y en lo útil.
Tenemos delante de nosotros un plan en el que están estratégicamente expuestos los lineamientos de los que no podemos desviarnos sin peligro de ver destruidos el trabajo de muchos siglos. Para encontrar los medios que conducen a este fin, debemos tomar en cuenta la cobardía, la volubilidad, la inconstancia de las multitudes; su incapacidad para comprender y valorizar las condiciones de su vida y de su bienestar. Es necesario no perder de vista que la fuerza de las multitudes es ciega e insensata; que no discurren, que oyen lo mismo de un lado que del otro. Un ciego no puede guiar a otro sin caer ambos al precipicio.
Pues de igual manera los hombres de las turbas, salidos del pueblo, aunque estén dotados de un genio singular, les hace falta comprender la política y no pueden intentar con éxito dirigir a los demás sin causar la ruina de una nación. Sólo un individuo preparado desde su niñez a la autocracia puede conocer el lenguaje y la realidad políticas. Un pueblo abandonado a sí mismo, es decir, puesto en manos de un advenedizo, se arruina por las discordias de los partidos que excitan la sed del mando y por los desórdenes que de esto se originan.
¿Pueden por ventura las turbas populares razonar serenamente, sin rivalidades intestinas y dirigir los asuntos del Estado, que no pueden ni deben confundirse con los intereses personales? ¿Pueden defenderse contra los enemigos de fuera?. Esto es imposible. Cualquier plan dividido entre tantas cabezas como son las de las multitudes, resulta ininteligible e irrealizable.
Sólo un autócrata puede elaborar planes vastos y claros; dar a cada cosa el lugar que le corresponde en el mecanismo de la máquina del gobierno. Digamos, pues, en conclusión, que para que un gobierno pueda ser útil al pueblo y alcanzar el fin que se propone, debe estar centralizado en las manos de un individuo responsable. Sin el despotismo absoluto, la civilización es. imposible; la civilización no es obra de las masas, sino del que las dirige, sea éste el que fuere. La multitud es un bárbaro que en todas las ocasiones demuestra su barbarie. Tan pronto como las turbas arrebatan su libertad, ésta degenera en anarquía, que es el más alto grado de barbarie.
¡Ved esos animales ebrios de aguardiente, embrutecidos por el vino, esos hombres a quienes al mismo tiempo que se les ha dado la libertad se les ha concedido el derecho de beber hasta ahogarse! Nosotros no podemos permitilo.
Los pueblos Gentiles están idiotizados por el alcohol y los licores; su juventud embrutecida por los estudios clásicos y el libertinaje precoz al que la han empujado nuestros agentes-maestros, criados, gobernantes, en las casas ricas; otros agentes nuestros, nuestras mujeres, en los centros de diversión de los Gentiles. A estas últimas hay que sumar las que se llaman mujeres de mundo, imitadoras voluntarias del libertinaje de aquéllas y de su lujo.
Nuestra palabra de orden es la fuerza y la hipocresía. Sólo la fuerza puede triunfar en política, principalmente si permanece velada por el talento y demás cualidades necesarias a los hombres de Estado.
La violencia ha de ser un principio: la hipocresía y la astucia una regla para los gobernantes que no quieran dejar caer su corona en las manos de una fuerza nueva. Este mal es el medio único de llegar al fin: el bien.
Por lo mismo, no debemos detenernos como espantados delante de la corrupción, del engaño, de la traición, siempre que ellos sean medios para llegar a nuestros fines. En política se necesita saber echarse sin vacilaciones sobre la propiedad ajena, si por este medio podemos obtener la sumisión de los pueblos y el poder.
Nuestro Estado, en esta conquista pacífica, tiene el derecho de reemplazar y sustituir los horrores de la guerra por las sentencias de muerte, menos ostensibles, pero más provechosas para mantener vivo este terror que hace a los pueblos que obedezcan ciegamente. Una severidad justa, pero inflexible, es el principal factor de la fuerza de un Estado, y esto constituye no sólo una ventaja nuestra, sino también un deber, el deber que tenemos de adaptarnos a este programa de violencia y de hipocresía, para alcanzar el triunfo.
Tal doctrina basada sobre el cálculo es tan eficaz como los medios de que se sirve. No es, pues, solamente por estos medios, sino también por esta doctrina de la severidad como someteremos todos los gobiernos a nuestro Super-Gobierno. Bastará que se sepa que somos inflexibles para reprimir todo conato de insubordinación.
Somos los primeros que en los tiempos que se llaman antiguos echamos a volar entre el pueblo las palabras: LIBERTAD, IGUALDAD, FRATERNIDAD; palabras tantas veces repetidas en el correr de los años por cotorras inconscientes que, atraídas de todas partes por este cebo, no han hecho uso de él sino para destruir la prosperidad del mundo, la verdadera libertad del individuo, en otras épocas tan bien garantizada contra las violencias de las turbas.
Hombres que se juzgan inteligentes, no han sido capaces de desentrañar el sentido oculto de estas palabras, ni han visto la contradicción que ellas encierran, ni han comprendido que no puede haber igualdad en la naturaleza, ni puede haber libertad, y que la naturaleza misma ha establecido la desigualdad de espíritus, de caracteres, de inteligencias tan estrictamente sometidos a sus leyes; tampoco han comprendido que las turbas, son una fuerza ciega; que los advenedizos que ellas escogen para que las gobiernen no son menos ciegos ni más entendidos en política que ellas mismas; que el iniciado en estos secretos, así sea un ignorante, será apto para el gobierno, mientras que las multitudes de los no iniciados, aunque sean grandes talentos, nada entienden de política.
Todas estas consideraciones no están al alcance de las inteligencias de los Gentiles; sin embargo, en ellas descansa el principio de los gobiernos dinásticos: el padre transmitía a su hijo los secretos de la política, desconocidos a cualquier otro que no fuera de la familia reinante, a fin de que esos secretos no fueran traicionados. Más tarde, el sentido de la transmisión hereditaria y de los verdaderos principios de la política se perdió. El éxito de la obra fue en aumento.
Sin embargo, en el mundo las palabras Igualdad, Libertad y Fraternidad, con la intervención de nuestros agentes incondicionales, incorporaron a nuestras filas verdaderas legiones de hombres que tremolaron con entusiasmo nuestras banderas. Pero estas palabras son la carcoma que roe y destruye la prosperidad de todos los Gentiles, destruyendo por completo la paz, la tranquilidad, la unión,- minando todos los fundamentos de sus Estados.
Vosotros veréis en seguida que esto contribuye a vuestro triunfo: nos da, entre otras cosas, la posibilidad de obtener la victoria más importante: es decir, la abolición de los privilegios de la aristocracia de los Gentiles y del único medio de defensa que tenían contra nosotros los pueblos y las naciones. Sobre las ruinas de la aristocracia natural y hereditaria, hemos alzado nuestra aristocracia de la inteligencia y del dinero. Hemos tomado por criterio de esta aristocracia la riqueza, que depende de nosotros, y la ciencia que está dirigida por nuestros sabios.
Nuestra victoria ha sido tanto más fácil cuanto que nosotros, en las relaciones que tenemos con los hombres de que necesitamos para nuestro fin, sabemos siempre herir las fibras más sensibles del espíritu humano: el cálculo, la codicia, la insaciabilidad de las necesidades materiales de los hombres; cada una de estas debilidades explotada separadamente es capaz de ahogar el espíritu de iniciativa, poniendo la voluntad de los hombres a la disposición del que compra su actividad.
El concepto abstracto de la libertad ha hecho posible el persuadir a las multitudes de que un gobierno no es más que un gerente del propietario del país, es decir, del pueblo, y que se le puede cambiar como se cambia un par de guantes usados. La amovilidad de los representantes del pueblo los pone a nuestro arbitrio; ellos dependen de nuestra elección.