Ferial Hanoun acude a la oficina del padre Gabriel, en el barrio cristiano de Bab Touma de la Ciudad Vieja de Damasco, en busca de ayuda. El jueves unos encapuchados llamaron a la puerta de su casa en Qatana, a las afueras de la capital, y pidieron a su hermano Moutaz que les acompañara. En un primer momento pensaron que eran de algún cuerpo de seguridad, pero pronto se percataron de que se trataba de un secuestro por parte de uno de los grupos armados de la oposición que controlan la aldea vecina y tienen a la minoría cristiana en el punto de mira.
«No sabemos nada, no se han puesto en contacto con nosotros», comenta desesperada Ferial, que pide al sacerdote que trate de mediar con los secuestradores, un trabajo cada vez más habitual entre los religiosos de un país del que, desde el estallido de la crisis, casi medio millón de cristianos vive como desplazado o ha emigrado al extranjero, según los datos del patriarcado greco-melquita de Antioquía, Alejandría y Jerusalén encabezado por Gregorio III Lahan.
Los cristianos en Siria (ortodoxos, siríacos, maronitas, católicos de rito armenio.) representan el 10% de la población y la jerarquía intenta mantenerse neutral en un conflicto que les ha golpeado de forma directa, especialmente tras la irrupción de los grupos extremistas vinculados a Al-Qaida como el Frente Al-Nusra o el Estado Islámico de Irak y Levante (EIIL). El ejemplo de Irak está muy fresco en las mentes de una comunidad que ha visto cómo en el país vecino apenas quedan 400.000 del más de millón y medio de fieles que había hasta la caída de Sadam Hussein en 2003.
«La gente tiene que huir de las zonas que dominan los grupos rebeldes porque se enfrenta al exterminio sectario. O viene a lugares que controla el régimen o se va al extranjero, no hay otra opción. En provincias como Idlib el puñado de cristianos que resiste reza como en los primeros años del cristianismo, a escondidas y sin símbolos de ningún tipo, en Raqqa las iglesias se han reconvertido en centros de mando del EIIL y en Deir Ezzor han sido directamente saqueadas y destruidas», denuncia el padre Gabriel en un resumen de la situación de la comunidad en el norte del país.
En los casi tres años de guerra seis religiosos han sido asesinados y diecisiete permanecen secuestrados, entre ellos el obispo metropolitano de Alepo y Alejandría, Bulos Yaziji, y el siriaco ortodoxo de Alepo, Yuhanna Ibrahim, capturados por un grupo armado cuando viajaban en coche cerca de la frontera con Turquía a comienzos del año pasado. También se incluye en los secuestrados a las trece monjas del convento de Santa Tecla de Malula. En el caso de los obispos no hay información de ningún tipo, pero las religiosas sí parece que están vivas y para su puesta en libertad los captores exigen la liberación de mil prisioneras de las cárceles del régimen, el levantamiento de los cercos del Ejército sobre los bastiones opositores y un comunicado público por parte de la jerarquía eclesiástica posicionándose de forma oficial contra el Gobierno de Siria.
Malula, aldea fantasma
Las parroquias y conventos de Damasco se han convertido en improvisados lugares de acogida para los fieles que llegan desde las zonas en conflicto. La última gran oleada de desplazados se produjo en septiembre tras el asalto de Malula por parte de grupos armados de la oposición. Cuna del arameo y lugar emblemático para la comunidad, situado en las montañas a apenas 50 kilómetros de la capital, es hoy una aldea fantasma y «no sabemos cuándo podremos volver porque los opositores tienen el control», señala Tanios Saniz, agricultor que tuvo que huir con lo puesto cuando estallaron los combates y que sueña con regresar a sus tierras para cuidar de los frutales.
Los que no tienen familiares recurren a conventos como el de San Pablo, en el barrio de Tabale próximo a la Ciudad Vieja, donde se alquilan habitaciones familiares por 1.200 libras (seis euros al cambio) al día, o 15.000 libras (75 euros) para los inquilinos de larga duración. «Salí de mi casa el día 3 de marzo de 2012 para diez días y no he podido volver», comenta Nibal, profesora de la parte vieja de Homs que reside en el convento desde entonces y vive con ilusión la apertura de un corredor humanitario para la salida de civiles de su barrio natal, aunque piensa que «es demasiado tarde».